sábado, 24 de noviembre de 2007

EL DERECHO A LA PEREZA (Extracto)

Por: Virginia Martínez
Fuente: Rodela.net (24.11.07)

PAUL LAFARGUE, MARXISTA OLVIDADO, LIBERTARIO DE CULTO

Paul Lafargue es un marxista olvidado. Casi cien años después de su muerte ha vuelto, convertido en autor de culto, citado con reverencia en cuanto sitio libertario, ecologista, alternativo o altermundista hay en Internet.

TEMPERAMENTO CRIOLLO

Con seguridad, cuando corregía el manuscrito de El derecho a la pereza en una celda de la prisión de Sainte-Pélagie, Lafargue no imaginaba que el brulote iba a convertirse en un clásico de la literatura socialista. Lo que sí está claro es que la sentencia elegida para abrir el folleto no es inocente ni casual, sino un guiño burlón a su suegro Karl Marx.

“Una extraña locura domina a las clases obreras de las naciones donde reina la civilización capitalista; (…). Esa locura es el amor al trabajo”, comienza el texto de Lafargue. La asociación con el inicio del Manifiesto comunista –“Un fantasma recorre Europa”– se impone sin forzar demasiado el paralelismo.

CONTRA LA RELIGIÓN DEL TRABAJO

El derecho a la pereza se presenta a la vez como crítica y manifiesto de la clase obrera. Aunque algunos pasajes puedan parecer ingenuos o sólo pintorescos, y por momentos lo sean, Lafargue hunde la pluma en el corazón de la sociedad capitalista.

“Los talleres modernos se han convertido en las casas ideales de corrección donde se encierra a las masas obreras, donde se les condena a los trabajos forzados durante doce y catorce horas (…). Los hijos de los héroes del Terror se han dejado vencer por la religión del trabajo hasta el punto de aceptar en 1848, como conquista revolucionaria, la ley que limita a doce horas el trabajo en las fábricas. ¡Debe darle vergüenza al proletariado francés!” Lafargue alude a la consigna de los insurrectos en 1848 y título de la obra del socialista Louis Blanc El derecho al trabajo.

El pasaje de la economía feudal a la capitalista –con la supresión de domingos y feriados, días en que se prohibía la labor– supuso la liberación de los trabajadores del yugo de la Iglesia para someterlos a una esclavitud peor, la del asalariado. Responsable del crimen: la burguesía, clase odiada por el autor, quien se muestra más tolerante con la aristocracia, por su inveterada holgazanería. Lafargue se cobrará cuentas con aquélla asignándole una pesada condena en la nueva sociedad.

También la emprende contra los filósofos y literatos que entonan “cantos nauseabundos en honor del dios Progreso, el hijo mayor del Trabajo”. En la bolsa caen “el apenas confuso Auguste Comte” y “el charlatanamente romántico Victor Hugo”, a quienes llama “mozos de pluma de la burguesía”.

Lafargue no propone la liberación de los trabajadores sino la liberación del trabajo. Apela al Viejo Testamento –“Jehová dio el supremo ejemplo; después de seis días de labor descansa para toda la eternidad”–, al “Sermón de la montaña” de Jesús –“Contemplad los lirios del campo; no trabajan ni hilan”– y a la antigüedad: “Los filósofos de la antigüedad enseñaban el desprecio al trabajo, esa degradación del hombre libre; los poetas entonaban himnos a la pereza, ese don de los dioses”.

Su crítica no se dirige tanto a la burguesía, clase condenada históricamente, sino a sus antagonistas, los proletarios, alienados por el trabajo, contagiados por la exaltación gloriosa de la producción: “Si la clase obrera, tras arrancar de su corazón el vicio que la domina y que envi-lece su naturaleza, se levantara con toda su fuerza, no para reclamar los derechos del hombre (que no son más que los derechos de la explotación capitalista), no para reclamar el derecho al trabajo (que no es más que el derecho a la miseria), sino para forjar una ley de bronce que prohibiera a todos los hom-bres trabajar más de tres horas por día, la Tierra, la vieja Tierra, estremecida de alegría, sentiría brincar en ella un nuevo univer-so... ¿Pero cómo pedir a un proletariado corrompido por la moral capitalista que tome una resolución viril?”.

Apartándose del análisis marxista clásico –para él, el asunto no se centra en la propiedad de los medios de producción–, su crítica es filosófica, esencial: repudia la sociedad organizada en torno al trabajo, la comunidad que reglamenta o prohíbe todo lo que no sea productivo.

DICTADURA DE LA PEREZA

Nostálgico de las sociedades primitivas, que no conocen el envilecimiento de la fábrica, la compulsión al consumo ni las crisis de superproducción, exalta la comunidad pequeña, con tiempo para el ocio y el placer. La religión del trabajo sólo traerá miseria a los obreros, nos dice Lafargue. “Más valdría esparcir la peste, envenenar las fuentes, antes que erigir una fábrica en medio de una población rústica. Introducid el trabajo de fábrica y adiós juego, salud, libertad; adiós todo lo que hace la vida bella y digna de ser vivida.”

La sociedad posrevolucionaria habrá liberado a los asalariados de aquella servidumbre. Las máquinas, herramientas clave en esa liberación, permitirán que la gente se abandone a las actividades creativas. La nueva sociedad estará regada de bienes materiales y espirituales: la gente comerá carne en abundancia; dejará el agua para los animales y beberá sabrosos vinos, “más cristianos que el papa”.

Anuncia la instauración de un “régimen de pereza” en el que habrá espectáculos y representaciones teatrales: “Es éste un trabajo adecuado a nuestros legisladores, quienes, organizados en cuadrillas, irán por las ferias y los villorrios dando representaciones legislativas. Los generales, con botas de montar, el pecho cruzado de cordones y escarapelas y cubierto de órdenes de todos los animales imaginarios, irán por las calles y las plazas juntado la gente para el espectáculo”. En cuanto a los burgueses, les asigna la tarea de limpiar las letrinas públicas y enterrar a los muertos.

Los estudiosos de Lafargue inscriben su pensamiento en la tradición de los escritores que como Rabelais –a quien cita más de una vez– cantan a los placeres de la existencia. La vida como celebración y goce inunda Gargantúa y Pantagruel y es el cuerpo de la utopía que propone El derecho a la pereza. Tampoco es casual que el autor elija como epígrafe del folleto dos líneas de Lessing: “Seamos perezosos en todo, excepto en amar y en beber, excepto en ser perezosos”.

DERECHO A MORIR

Lafargue anticipó, de alguna manera, cómo sería su muerte: “Los indios de las belicosas tribus de Brasil matan a sus enfermos y ancianos; así dan testimonio de amistad poniendo fin a una vida que no se regocija ya con los combates, las fiestas y las danzas”.

El 26 de noviembre de 1911 el jardinero entró a su casa en Draveil, cerca de París, y lo encontró muerto junto a Laura. Vestidos, recostados en un sillón de la sala, no había expresión de sufrimiento en sus rostros. Sobre la mesa, una carta: “Sano de cuerpo y espíritu, me doy la muerte antes de que la implacable vejez, que me ha quitado uno tras otro los placeres y los goces de la existencia y me ha despojado de mis fuerzas físicas e intelectuales, paralice mi energía y acabe con mi voluntad, convirtiéndome en una carga para mí mismo y para los demás (…). Muero con la suprema alegría de tener la certeza de que muy pronto triunfará la causa a la que me he entregado desde hace 45 años. ¡Larga vida al comunismo, larga vida al socialismo internacional!”. La tarde anterior la pareja había ido al cine y por la noche se aplicaron una inyección de ácido cianhídrico.

Los enterraron en el Muro de los Federados del cementerio Père Lachaise, donde habían sido fusilados cientos de obreros de la Comuna de París. En el funeral hablaron Lenin, Franz Mehring y destacados dirigentes del socialismo francés.

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