domingo, 28 de octubre de 2007

ARDE EL HORIZONTE

Por: Marco Antonio de la Parra*
Fuente: Diario “La Nación” (28.10.07)

Arden los cuerpos de los muchachos, más bien niños, los colchones arden. Son los que no tienen esperanza, los que la perdieron hace mucho, los que entraron en el camino del delito quizás porque no ven otra salida. Recorro los barrios de la zona sur de Santiago, una de las más peligrosas. ¿Tienen expectativa real de ascenso social? ¿Qué tenemos para ofrecer a los que casi no tienen qué comer? ¿Cómo dejar la tentación del revólver en la cintura como sensación de poder? En Colombia, los niños de la sociedad del narcotráfico, en las épocas más duras del cartel, decían que "no habían nacido para semilla". Morir pronto y morir matando, morir violando las leyes, la justicia que no llegaba a sus casas ni a sus madres ni a sus padres. Escucho a una amiga que es asaltada en su casa, a las seis de la tarde, por un grupo de muchachos que ni siquiera son profesionales, golpean porque sí, roban mal, torpemente. Otro amigo le cuenta que ya ha puesto alambre de púas, alarma, perro guardián. Está también tentado de tener un arma.

El miedo a la delincuencia es más peligroso que la delincuencia misma. Desbarata la sociedad civil, instala la ley de la jungla, el Far West. Cada uno con sus armas, los pobres y los ricos, no hay confianza en la vigilancia, no hay confianza en nada. El miedo crece. Una conocida ve cómo en un café del centro le roban el laptop a un tranquilo escribidor vespertino. No tenemos para nada la peligrosidad de otras ciudades donde andar solo es peligroso y la estafa vuela cotidiana, un taxista es un presunto ladrón y un conductor cualquiera lleva en la guantera un revólver manejado según sus impulsos. Pero sentimos el lado oscuro de la modernidad. Arde el horizonte de la juventud. Los afortunados, los ricos, se derrumban de estrés ante un sistema universitario que ofrece de todo pero una sociedad que no sabe cómo acogerlos. Arde su mundo de esperanzas. Tienen la posibilidad de surgir, no la tienen los inmolados, los desposeídos que siempre están, existen, no tienen escapatoria de su condición de parias. Un tío delincuente les bloquea el camino de convertirse en uniformados. La marca de la mancha familiar impide una senda posible de honorabilidad. Viven marcados, tan aterrados como la clase alta. El peligro está en casa. La legislación sobre femicidio ignora que también la mujer puede ser peligrosa. Con sus propios hijos, con el marido. Se denuncian poco, avergüenzan, los malos tratos recibidos por un hombre. Se suponía que una madre no tocaba a sus hijos. Los tocan, los descuidan, los entregan a sus parejas maleadas. También. Un amigo, joven egresado de Derecho, hace su práctica en el mundo de los derechos de los niños. Ve lo que no imaginaba que fuera posible. Las nuevas leyes de familia, la protección de los menores, montan una cruzada fundamental a la hora de limpiar una ciudad. A fin de cuentas es la justicia y la equidad el verdadero camino contra la delincuencia. Por otro lado, cada nueva tecnología genera un delito. Los clonadores de tarjetas, los hackers, las estafas por celulares, los nuevos hurtos. Sólo nos queda o la paz y la confianza o la paranoia. Sólo nos queda luchar por una sociedad más justa. Es mejor que una pistola. Mejor que declarar nuestras calles territorio comanche, donde el otro, la otra clase, es el enemigo. Y el delito sea sólo un accidente, una casualidad y no el hábito de esta tierra, este país, que sólo quiere ser igualitario, noble, limpio. Donde el horizonte de la esperanza no se consuma en llamas. LND

* Director de la carrera de Literatura de la Universidad Finis Terrae.

No hay comentarios: