sábado, 8 de marzo de 2008

MI PARTICULAR HOMENAJE AL DÍA DE LA MUJER

Por: Hernán Montecinos (08.03.08)

Me senté frente al computador con el ánimo de escribir algunas breves notas referidas al “Día de la mujer”. Después de dar vueltas y vueltas a algunas ideas desistí de mi primitiva intención. Después de todo, terminé por darme cuenta, que las conmemoraciones y sus ritualidades cada día más me apestan. ¿Por qué un solo día de la mujer?... ¿Y porqué no mejor los 365 días?...

Eso de entregarle un ramito de flores a la compañera, temprano en la mañana, para después al mediodía sentarse a la mesa esperando que “la festejada” le sirva el rico almuerzo (como todos los santos días), es un ritual que me parece demasiado hipócrita y por tal no habría por qué de festejarlo. El amor, el cariño y respeto por la compañera debe ser una tarea que responda a una habitualidad de todos los días, y punto.

Ahora bien, y si hay un día de “la mujer”, y también otros días “del niño”, “de los enamorados”, “del trabajo”, etc… ¿Por qué no también inventamos otros días como por ejemplo, los “del anciano”, “del enfermo”, “del pobre”, “del explotado”, “del marido”, “de la viuda”, “de la prostituta”, “del travestí”, y todos los demás etcéteras que le podamos agregar?... ¿A qué se debe tamaña discriminación?... ¿Cómo es que no se les ha ocurrido inventarlas a los mercachifles de siempre que son los que más ganan con todas estas conmemoraciones?.

Bueno, en fin, y para no seguir dando rienda suelta a mi acostumbrada ira contra todo este mercadeo que gira en torno a las conmemoraciones, más mejor, -y como un aporte verdadero a la dignificación, respeto y cariño que todos les debemos a nuestras mujeres compañeras-, me permito reproducir a continuación un interesante artículo, razonado y profundo que tiene relación e incidencia con el tema.

Se me ha ocurrido que éste es el mejor modo, a lo menos de mi parte, de hacer expresión de mi cariño y respeto hacia mi compañera, hacia todas las compañeras.

A modo de recomendación sugiero que todos los hombres después de la lectura de este artículo, lo reflexionaran y lo comentaran con sus respectivas compañeras. Y sobre todo, aprehender lo que allí se devela, poniendo lo mejor de nosotros para erradicar toda aquella explotación doméstica a que se encuentra sometida la mujer en su propia casa, aquella explotación cotidiana de la cual parecemos no darnos cuenta (¿o no queremos darnos cuenta?

Entonces, manos a la obra, leyamos el artículo en cuestión, de su autora inglesa (si mal no me equivoco) Sheila Bowbotham,. “El trabajo de una mujer nunca se acaba”, un artículo desempolvado de mi propia biblioteca. Como verán, para esta ocasión, reemplazo el tradicional ramo de flores, por un artículo que tiene el mérito de estar destinado para aquellos que piensan.
----------------------------------------------------------
REPRODUCCIÓN DEL ARTÍCULO

EL TRABAJO DE UNA MUJER NUNCA SE ACABA* (Por: Sheila Bowbotham)

Del libro: “Mundo de hombre, conciencia de mujer”. Editorial Debate. Cap. V.

La visión idílica de la familia feliz como lugar de reposo encierra la ironía de que tal reposo se consigue a costa de consumir la fuerza laboral de la mujer. Su trabajo no se reconoce por la misma razón que tampoco se le reconoce su verdadero valor a la fuerza laboral de los obreros. Por el momento, al sistema capitalista le resulta más provechoso seguir «preservando la familia». La hegemonía cultural que el hombre tiene en el capitalismo ha contribuido a enturbiar las cosas todavía más. El trabajo en el capitalismo es algo que hacen los hombres y ellos son los proveedores, porque se les paga con dinero. A las mujeres sólo les corresponde el dinero que les dan sus maridos. A muchos hombres les repugna que sus mujeres alcancen una posición asalariada, porque el dinero —incluso un poco de dinero— significa poder e independencia, porque el trabajo casero no encaja en las nociones que prevalecen sobre el trabajo y, misteriosamente, no se considera como trabajo en absoluto, no se cuenta como tal. Se dice que la mujer que permanece en casa no trabaja.

«Cuantitativamente el trabajo doméstico, incluyendo el cuidado de los niños, constituye una gran cantidad de producción socialmente necesaria. Sin embargo, en una sociedad basada en la producción de mercancías, normalmente no está considerado como «trabajo real», puesto que no se rige por las leyes del comercio y el mercado» (Margaret Benston, «The Political Economy of Women's Liberation». Monthly Review, New York, 1969).

El valor y el significado de la fuerza de trabajo de la mujer se ha visto oscurecido por las mismas razones que el trabajo de otros grupos subordinados a los que no se les ha dado lo que se debía, pero la naturaleza peculiar de la opresión de la mujer ha impedido especialmente que se advirtiera esta circunstancia. El hecho de que el trabajo fuera del sistema mercantil no se incluya en el ámbito de los cálculos económicos y de que este trabajo esté hecho por mujeres forma parte del dominio económico y de la hegemonía cultural de los hombres sobre las mujeres, lo cual puede asumir una forma personal psicológica según los casos; algunos hombres demuestran una mayor reacción despreciativa hacia las mujeres que otros, pero fundamentalmente es una relación material. Para su supervivencia, el hombre depende del «no trabajo» de la mujer y está condicionado a ver el mundo a través de ojos masculinos y desde el punto de vista del desarrollo y el mantenimiento del poder masculino. Aunque a los hombres de la clase trabajadora o a los hombres negros se les permite una desigual participación en el poder, el trabajador recibe las migas de poder que la clase dominante deja caer para tapar su orgullo herido.

La conexión de la mujer con la producción de mercancías no es tan clara como la relación del trabajador varón: «El capital se apropia del trabajo del obrero y de su mujer, directamente en un caso, indirectamente en el otro, mientras que sólo se les paga la parte de su tiempo de trabajo (por vía del hombre), necesaria para mantenerlos y perpetuar esa fuerza de trabajo en un nivel de vida estándar establecido en el proceso de la lucha de clases» (Jean Gardiner, The Economía Roots of Women's Liberation, tema desarrollado en la «Intemational Socialism Conference en Women», junio 1971).

Dentro del proceso de la lucha de clases hay un conflicto entre hombres y mujeres que necesita la reorganización del trabajo, tanto industrial como doméstico. Incluso en el caso de que sea social la posesión y el control de los medios de producción, las mujeres siguen siendo parte de los medios de producción del hombre de la casa. Esto se ha pasado por alto en los textos marxistas sobre las mujeres, porque la teoría de la plusvalía que corresponde claramente al modo de producción capitalista imperante tiene difícil aplicación en la producción familiar que se rige por condiciones y circunstancias diferentes. En vez de forzar las categorías de explotación y de plusvalía de Marx, elaboradas para explicar la producción de mercancías, y aplicarlas al modo de producción familiar y elucubrar sobre el uso de «opresión» y «explotación» en este contexto, tendríamos que analizar el trabajo de las mujeres en el hogar en sus propios términos y desarrollar nuevos conceptos. Hasta este momento sólo contamos con descripciones patéticas de las largas horas del trabajo doméstico; a excepción del crudo reconocimiento de que es necesario para la producción de mercancías, no tenemos medios para medir, en términos sociales, el tiempo del trabajo que se emplea en la casa. La construcción de ese análisis es una parte muy importante de las tareas del movimiento de liberación de la mujer.

Dado que el trabajo de las mujeres en el hogar no está reconocido como tal trabajo, las mujeres no tienen sentido de su propio valor como grupo. La subordinación de las mujeres como grupo y la naturaleza particular de la condición femenina sirve para mantener esto. Así, pues, aunque moralmente las mujeres pueden hacer valer su trabajo y oponerse a que su valor se reduzca a la tasa más baja de intercambio de mercancías, en la práctica se limita a una actitud meramente defensiva.

En última instancia, la única forma de establecer una nueva alternativa acerca del valor del ser humano hembra es destruir el sistema de producción capitalista en casa y en el trabajo. Pues solamente cuando la idea del valor humano sea reconocida por todos en una sociedad sin explotación, las relaciones entre hombre y mujer y las relaciones entre los seres humanos y la naturaleza cesarán de ser relaciones determinadas por las necesidades de la producción de bienes de consumo.

No es sólo que el trabajo casero esté excluido de la noción económica dominante de valor, sino que la naturaleza de dicho trabajo es tal que no se puede ver. Generalmente, los hombres no ven hacer ese trabajo. La mujer trabaja en casa sola, mientras el hombre está fuera, y cuando vuelve lo que éste nota son los fallos, las cosas que no se han hecho. No se da cuenta de la rutina de las tareas diarias, porque su fin es la creación y mantenimiento del entorno normal al que está acostumbrado. Solamente la mujer, o quizá los niños, miran a su alrededor y descubren las transformaciones que ha experimentado la habitación en un día. A menudo, el trabajo de la casa ni siquiera les parece una tarea a las mujeres. Evidentemente se diferencia mucho de un trabajo fuera de casa. No hay salario, ni sindicato, ni huelga. No hay una distinción clara entre el lugar de trabajo y el lugar de expansión, no se ficha ni a la entrada ni a la salida, ni hay controles de trabajo. El trabajo del ama de casa ocupa todo el tiempo de su existencia, sólo se rompe por la enfermedad o las vacaciones. Su espacio es todo el espacio de la vida de una mujer. Una mujer no va al trabajo, se despierta para trabajar. El hogar es el trabajo y el trabajo es el hogar. Hay ciertas tareas que se deben hacer durante la jornada dentro del hogar. Estas tareas son los lazos laborales de la mujer con su hogar.

Cada operación se compone de multitud de pequeñas partes, distintas y separadas: levantarse, hacer el desayuno, fregar, hacer las camas, vestir a los niños, llevarles al colegio, volver, limpiar, barrer, pulir, hacer la compra, hacer la comida, recoger a los niños, fregar, volver a llevar a los niños, ordenar las cosas, hacer la colada, preparar el té, la llegada del marido a casa, comer, fregar, mirar la televisión, meter a los niños en la cama, hacer un poco de café, mirar la televisión, hablar con el marido, ir a la cama, hacer el amor. El plan del día está trazado cuidadosamente, los actos se repiten una y otra vez, pero el contexto cambia cada día. El conjunto de tareas se presentan en una situación totalmente distinta. Cada día ocurre lo mismo y, sin embargo, no es lo mismo, el día te absorbe como persona más que como «trabajador».

Continuar haciendo el trabajo rutinario y tratar de superarlo exige un esfuerzo constante. El ama de casa trata de ahorrar tiempo, trata de acumular tiempo y espacio para desembarazarse de las obligaciones y tener un poquito de «tiempo para ella», pero el intento fracasa continuamente. Sólo está tranquila en el baño. Las cosas se complican de tal modo que le impiden tomar un poco la delantera. Un gran esfuerzo y el suelo está reluciente, la fuerza de trabajo consumida en esa tarea es menos fuerza que queda para realizar otras. El efecto y resultado de tal esfuerzo desaparecen inmediatamente, pues los niños con los zapatos sucios, que vienen de la escuela y se han olvidado de limpiárselos antes de entrar en casa, consiguen de nuevo y rápidamente un suelo sucio.

El trabajo doméstico es devorador, impone un ritmo •cíclico de intentos y de fracasos hasta el agotamiento total. El tipo de agotamiento que provoca un trabajo que sólo preocupa medianamente es: ¡la fatiga!

En la industria los trabajos más fatigosos son aquellos que sólo ocupan parcialmente la atención del trabajador, pero que, al mismo tiempo, le impiden que se concentre en otra cosa. Y ésa es la sensación de que se quejan muchas esposas jóvenes refiriéndose al cuidado de la casa y los niños. "Luego de un rato tu mente está en blanco —dicen—. No te puedes concentrar en nada. Es como ir sonámbula..." Sin embargo, como las exigencias del trabajo doméstico y de la educación de los niños no son en absoluto flexibles, no se encuentra una solución completa v satisfactoria para los problemas que engendra la fatiga crónica. De todas formas, hay muchas mujeres que logran disminuir esa fatiga cuando cesan de exigirse demasiado a ellas mismas. Tratando de entender de una forma realista lo que puede hacer v. lo que es más importante incluso, lo que no puede hacer, una mujer puede, a la larga, ser mejor esposa y mejor madre que si está siempre cansada.

La explicación precedente ignora que el esfuerzo por traspasar los límites de las tareas cotidianas es esencial para el estado de ánimo de las personas. Cuando la tensión provocada por la actividad cede te das cuenta de la triste realidad de lo que estás haciendo y te resulta insoportable. De hecho, a pesar de sus esfuerzos, la mujer no puede suprimir la rutina, en parte porque el trabajo del hogar no es sólo esfuerzo, sino también continuidad y, además, porque las necesidades infinitamente variables de los hijos y los maridos determinan la estructura del trabajo.

La actividad del trabajo doméstico, limpiar, ordenar y cocinar, está estrecha y directamente ligada a los seres humanos. Los quehaceres domésticos nunca pueden ser un trabajo normal y rutinario porque la emoción puede irrumpir en cualquier momento. La crisis y el desorden significan que la mujer tiene que abandonar todo lo que está haciendo para pegar los trozos de lo que se acaba de romper. El teléfono suena, los niños llegan a casa corriendo y gritando, el marido refunfuña detrás de su periódico, la mujer se escuda tras una barrera de calma elaborada y aparente. Educada en la idea de que ella es la que tiene que ocuparse de la buena marcha de las cosas, poniendo parches en unas, quitando importancia a otras, complaciendo y calmando a todos, llega el momento en que logra absorber mágicamente toda la tensión sin que los demás se den cuenta. La barrera original se convierte en una cuestión entre ella y el mundo, la cuestión se endurece y la propia violencia que ha absorbido la destroza. Empieza a sentirse completamente vacía.

En una sociedad que valora a las gentes por el salario que ganan, se da la circunstancia de que las mujeres no cobran ningún salario, hacen un trabajo que no es considerado como tal, cuya productividad no puede ser medida, y que no proporciona ningún producto acabado. La sociedad condiciona a las mujeres para que crean que son inferiores a los hombres, para que piensen que han sido puestas en este mundo para magnificar la imagen que el hombre tiene de sí mismo y para servirle. En tales condiciones no es de extrañar que las mujeres sientan a menudo un gran vacío interior. En una ocasión mi vecina, que estaba embarazada, paseándose sin rumbo fijo, decía: «Nosotras, las mujeres, sólo somos una concha para el hombre.» Cuando tu identidad se hunde en la de otra persona, de repente tienes el sentimiento aterrador de no existir.

«Cuando estoy sola no soy nada. Sólo se que existo porque soy necesaria para alguien que es real: mi marido y mis niños. Mi marido sale a un mundo real. Otras personas reconocen que él es real, y lo toman en consideración. Ejerce un influjo sobre otras personas y sobre el curso de los acontecimientos, hace unas cosas y cambia otras. Yo pcrmanezco en su mundo imaginario en esta casa, haciendo trabajos, que en gran parte invento y que a nadie preocupan salvo a mi. No cambio las cosas. El trabajo que hago no cambia nada; lo que cocino desaparece, lo que hoy limpio mañana tiene que ser limpiado de nuevo. Parece que estoy envuelta en algún proceso misterioso en vez de estar metida en un engranaje de acciones y resultados.

Los únicos momentos en que pienso que podría ser real es cuando me oigo gritar o me veo histérica. Pero justamente es en esos momentos cuando corro el peligro... de que me digan que no tengo razón, o que mi actuación no responde a mi forma de ser, o que él me odia. Si deja de amarme yo me hundo; mi vida no tendrá sentido v no estaré segura de seguir existiendo. Debo pasar inadvertida para evitar esto, para no pedirle nada o para no hacer nada que pueda ofenderle. Me siento ahora como muerta, pero si el deja de quererme estaré realmente muerta, porque no soy nada sola. Alguien tiene que darse cuenta de mi existencia para que yo sepa que existo. Pero si me borro y paso inadvertida, ¿quién se dará cuenta de que existo? Es un contradicción básica» (Meredith Tax, W ornan and her Mina, The Story of Daily Life. Bread and Roses Publication, 1970, p. 7.)

Las mujeres han ideado un tipo particular de resistencia dentro de la organización de sus vidas tal y como son: cortar amarras, flotar en un mundo irreal, las barreras circundantes y la enfermedad. Fatiga, histeria, trastornos nerviosos, agorafobia. Tranquilizantes, píldoras para dormir y alcohol de supermercado son los remedios que se utilizan. La relación entre las malas condiciones de la vivienda, el bajo nivel de vida y la salud de una mujer son evidentes: anemia, dolores de cabeza, estreñimiento, reumatismo, problemas ginecológicos, varices, ulceraciones en piernas, flebitis, obesidad; todos ellos son síntomas psicológicos y psíquicos de pobreza. Estos efectos los describía la mujer de un parado de Essex durante la depresión del año 1930.

«La lucha constante contra la pobreza durante los últimos cuatro años me ha hecho sentirme muy nerviosa e irritable y esto afecta a mis hijos. Me temo que no tengo la paciencia que trae consigo la buena salud. Cuando estoy preocupada por algo me siento comprometida en una terrible lucha física; me voy debilitando,' soy incapaz de moverme y de pensar coherentemente. Me resulta muy curioso que la tensión mental tenga efectos físicos y no sé cómo explicárselo con precisión al doctor» (Margery Spring Rice, Working Class Wives, Pensuin» 1939, p. 69)

Este comentario se hacía en los años treinta, pero sería ingenuo imaginar que la pobreza ha desaparecido en los años setenta. Todavía reviste formas viejas, pero también ha adquirido modalidades nuevas. Se puede encontrar una casa que no tenga humedad, que no tenga agujeros detrás del papel que cubre las paredes y que tenga agua caliente, pero que se encuentre en lo más alto de un inmenso bloque de viviendas del que los niños no pueden salir. Este nuevo tipo de pobreza produce su propia patología. Un reciente estudio sobre la salud mental de los habitantes de las torres de apartamentos ha revelado una incidencia de neurosis excepcionalmente alta, suficiente, desde luego, para justificar una campaña publicitaria de tranquilizantes. Una publicación médica, The Practitioner, ha publicado con regularidad un anuncio del medicamento «Serenid-D», producido por John Wyeth Ltd. En el anuncio aparecía la foto de una joven madre con un cochecito de niño ante un gran bloque de apartamentos y el siguiente texto: «Ella no puede cambiar su entorno, pero usted puede cambiar su estado de ánimo con "Serenid-D"». Como quien no quiere la cosa, el anuncio seguía diciendo: «Se ha demostrado que las enfermedades nerviosas se dan con mayor frecuencia en mujeres que habitan en bloques de apartamentos», lo cual se está convirtiendo en un problema creciente para «toda la comunidad».

Sin embargo, hay enfermedades que no tienen nada que ver con la pobreza y que provienen simplemente del enclaustramiento casero que sufre la mujer en la sociedad capitalista. Un psicoanalista de Bostón contaba a Betty Friedan que hay muchos más pacientes mujeres que hombres. «Sus quejas son diversas, pero debajo de todo ello yace un sentimiento de vacio. No es sentimiento de inferioridad; es como sentir en sí la nada. Se llega a esa situación porque las mujeres no persiguen ningún objetivo que les sea propio»

La neurosis de la nada procede directamente de la naturaleza del trabajo de las mujeres en casa. La auto-afirmación sólo puede darse a través de la auto-abncga-ción. La mujer «femenina», la buena madre, sólo puede realizarse entregándose completamente a su marido e hijos. Se proyecta sirviendo a los demás y se encuentra a sí misma a través de otras personas y de los objetos que la rodean en su misma casa.

«En el hogar, la mujer está en la familia, y las dos son equivalentes. El trabajo doméstico no puede separarse de los niños, ni los niños de las cuatro paredes, ni de la comida, ni de la compra, ni de !a ropa que se lleva. Lo que la casa parece, lo que los niños parecen, puede ser que no coincida con lo que son, pero seguro que refleja lo que la mujer quiere que sean. En nuestra sociedad ser madre no es sólo ajustarse a los criterios del psicólogo de moda ni vivir en una casa de ensueño al estilo de las que aparecen en la revista Woman's Own, donde una tiene a mano todas las soluciones materiales de cualquier problema; es ser ama de casa: la seguridad de la familia depende de la estabilidad de sus paredes. La imagen del hogar familiar es la imagen de la familia» (Women's Liheraíion Movement, de Peckman. Op. Cit., página 5)

Cuando se trabaja fuera de casa el trabajo es algo que uno hace. Pero el trabajo de ama de casa y de madre no es sólo algo que ella hace, es algo que ella es. Porque el trabajo de la mujer en la casa mantiene ciertos elementos pre-capitalistas, los lazos familiares escapan a las reglas mercantiles; la relación disciplina-trabajo y salario-tiempo no existe; las cosas que las mujeres hacen se consumen casi inmediatamente. El trabajo de la mujer no es, en absoluto, especializado. La mujer en un día realiza las funciones de muchísimos trabajadores: barrendero, enfermera, asistenta, psiquiatra, artista de «strip-tease», adivina, cocinera, etc. Una mujer debe responder a todo tipo de demanda de trabajos. Tiene la satisfacción de saber que está trabajando para las personas que le importan. Visto desde el exterior se podría decir que ella es más libre que el hombre que trabaja para otro sin tener interés por su trabajo. A pesar de ello la mujer sufre la distorsión que se deriva, entre otras cosas, de su trabajo, en el que expresa su afectividad, pero que se desarrolla en un contexto social en el que el trabajo está divorciado de la afectividad, de su aislamiento en la casa, soportando el peso de todos los sentimientos que están fuera de lugar en el trabajo del hombre, y de la división del trabajo que estigmatiza a las mujeres como seres inferiores. Si la afectividad fuese realmente una característica de la sociedad no habría necesidad de casas defendidas como fortalezas, la ternura no estaría asociada a la sumisión, ni el amor a la posesión. No es de extrañar que la violencia estalle en la familia, o que las personas sean víctimas de su propia familia, y que los niños sean devorados, dominados y apaleados en la familia. En la sociedad capitalista la familia soporta un enorme peso: los trapos viejos y la quincalla que el sistema capitalista no puede utilizar. En la familia, las mujeres viven la absurda contradicción de amar en un mundo desprovisto de amor, y proveen al capitalismo de las relaciones humanas que aquél no puede procurarse en el mundo laboral masculino. Dentro de esta organización, las mujeres están subordinadas a los hombres, pero se les conceden ciertas deferencias mientras sigan desempeñando el rol que les ha sido asignado.

Los complejos sexuales que condicionan a las niñas pequeñas, sea cual fuese su clase social y el aprendizaje social de la femineidad y de los quehaceres domésticos, nos han preparado para aceptar ese estado de cosas. El conjunto de características que se adjudican a las mujeres, la incapacidad de competir con los hombres, la impotencia ante cualquier confrontamiento con máquinas o ideas, la blandura, la capacidad para aburrir, la monotonía de su trabajo, el masoquismo, la histeria, la sensibilidad y el sentimentalismo, como la «ignorancia» de los obreros o la «alegría natural» de los negros, no se deben a ningún fenómeno misterioso e inexplicable, sino que cumplen la misma función económica de «utilidad», consituyendo, en el mundo capitalista, grupos sin poder y sin control, que aceptan ese estado de cosas presentando un mínimo de resistencia. Pero mientras que el crimen y la violencia son la respuesta común de los hombres que están oprimidos, las características particulares de la condición femenina producen neurosis en vez de «criminalidad».

Al igual que otros grupos que también se encuentran subordinados en esta sociedad, las mujeres han elaborado sus propias estrategias para mantener el mito del respeto a sí misma. Con ello, nunca consiguen el valor hegemónico de la ideología del grupo dominante, pues siempre tiene un carácter fragmentario e incompleto, pero sirve para dar al oprimido una noción limitada de su inteligibilidad. Les concede un lugar en este mundo, aunque ese lugar no sea el que hubieran elegido. Cuando el trabajo que haces te parece insignificante, cuando la rutina que te rodea está fuera de tu control, entonces descubres espacios que te están reservados y encuentras caminos para traspasar fronteras aparentemente infranqueables. El ama de casa tampoco es una excepción. El ámbito privado se disfraza siempre de actividad: bañarse es una actividad, ir de compras inútiles es otra. Desde un punto de vista racional, resulta absurda la costumbre que tienen muchas amas de casa de estar, cada dos por tres, acercándose a las tiendas vecinas a comprar algo.

El tiempo que se les va en hacer compras podría reducirse muchísimo. Pero resulta comprensible si se considera como una estrategia para romper el aislamiento de la familia nuclear y para franquear las barreras del hogar. Hacer algún trabajo agradable y útil para una misma es también una forma de salir adelante. Haciendo esto las mujeres afirman la propia noción de valor despreciando la noción masculina de valor que es la que predomina, pero nunca llegan a suponer un peligro para la idea de trabajo que se deriva del sistema de mercancías. Simplemente, agotan sus energías en un trabajo que se valora por su carácter masoquista y que subsiste en el sistema mercantil dominante. El trabajo doméstico es enseñado de madre a hija como un oficio, transmitiéndole simultáneamente sus misterios. La limpieza y el brillo adquieren un carácter de fetiche para el orgullo hogareño de la mujer. Es como si buscase desesperadamente su propio reflejo en la superficie del objeto al que saca brillo.

A menudo, los orígenes de este orgullo respecto al trabajo, tan cercano a la neurosis, provienen de una situación muy práctica. Por ejemplo, si una mujer vive con estrecheces, en una vivienda en malas condiciones sin baño ni agua caliente, con un marido que llega sucio y cansado del trabajo, las cosas que tiene que hacer para hacer la vida tolerable se multiplican. No se puede permitir el lujo de dejar los trabajos a medio hacer, tiene que hacerlos cuidadosamente, y hasta el final, cada uno de ellos, de lo contrario, las cosas se acumulan rápidamente y luego cuesta el doble arreglarlas. Además es desmoralizador. Sacar brillo sin parar al suelo, lavar las cortinas de encajes, etc., son tareas que tienen su razón de ser cuando se vive en casitas adosadas unas a otras. Es la forma en que la mujer contribuye al mantenimiento del respeto y de la dignidad familiar. Tales costumbres no desaparecen en un día. Mucho después de que las necesidades de antaño hayan desaparecido, las mujeres todavía continúan trabajando de acuerdo con los moldes antiguos. Una joven madre se encuentra completamente atada a una habitación, a una casa, cuando acaba de dar a luz. Su desamparado recién nacido se convierte en su carcelero. Su dependencia total constituye todo su poder; el estado de ánimo del niño dicta el estado de ánimo de la madre. Incluso después de que el niño crezca, la madre continúa viviendo en los mismos límites familiares. Hasta cierto punto ella se parece a los enfermos mentales y a los prisioneros, a quienes horroriza la idea de tener que vivir sin la conocida y segura rutina de su institución. Este es nuestro tipo propio de «institucionalización».

Las mujeres reconocen que su papel es insoportable, así que han optado por abandonar la reflexión y por creerse que los triviales quehaceres domésticos tienen una gran importancia. Su existencia se centra en el ritual de las labores domésticas (en el caso de las mujeres que cifran su orgullo en la limpieza de la casa, este ritual se ha convertido en una religión), de esta forma una mujer puede negarse a ver la realidad de su situación desesperada y simplemente seguir adelante soportando su existencia.

De hecho, es en el trabajo que aparentemente tiene menos importancia en el que una mujer, que se enorgullece de sus quehaceres, se encuentra más realizada.

En un intento desesperado de que reconozcan su ingrata labor, a la mujer le gusta pensar: Mi marido nunca podría arreglárselas solo, "Mi niño no querría ir con nadie más que conmigo y "Nadie sabe zurcir las camisas como yo". Obviamente, ni al marido ni a los hijos les interesa destruir esta ilusión. Para compensar su falta de objetivos ella necesita alimentar esta imagen de ama de casa imprescindible que dedica su vida a su marido e hijos. La prisión que la mujer llama hogar, y que le fue impuesta por su maternidad o por la solución que la sociedad da para el cuidado de los niños en edad pre-escolar, ha resultado ser para ella la única prueba de sus años de sacrificio, y es casi sagrada ante sus propios ojos. Incluso cuando reconoce abiertamente su sacrificio, tiende a considerarlo como un martirio y está orgullosa de "haber dado su vida" por su familia.

El trabajo doméstico crea su propia cultura y ésta se comunica colectivamente.

«A pesar de que, generalmente, es cierto que las mujeres sólo hablan de la casa, de los niños y de otras mujeres, yo no creo que ello se deba únicamente (aunque sí primordialmente) a que no saben hablar de otras cosas. Pienso que la mujer necesita descubrir cómo se las arreglan sus "colegas" para determinar su propio valor y, a su vez, informar a las otras de sus proezas domesticas» (Mavis Redfern, «Contact», en Shrew, octubre, 1970.)

La mujer que se obsesiona con su trabajo doméstico busca su propio sentido del valor. Aseando y limpiando constantemente las cosas se demuestra a sí misma que es necesaria. Esto puede convertirse en una forma de poder que atrapa a marido e hijos y les hace ver el hogar como una prisión. Pero es importante saber qué tipo de valores encuentran las mujeres en el trabajo doméstico. Cada vez que ese trabajo se devalúa, las mujeres que están exclusivamente ligadas a sus casas se sienten amenazadas. Simplemente el hecho de ir a trabajar fuera de casa puede ayudar pero no es suficiente, porque todas las mujeres están profundamente condicionadas para buscar su propio reflejo y su propia imagen en la familia y en el hogar. Audrey Wise, una militante muy activa del sindicato de empleados de almacenes, LJSDAW, me dijo: «Incluso las mujeres que hacen una aportación económica al hogar tienen todavía, en gran medida, el sentimiento de que es su trabajo en el hogar lo que las hace imprescindibles. Una y otra vez he oído explicar a muchas mujeres cómo se sienten obligadas a ordenar y limpiar su casa hasta que todo está perfecto, después de un jornada completa de trabajo y a pesar de que sus maridos les digan a menudo: "Déjalo, ya has hecho bastante"».

La esclavitud psicológica persiste, aunque hayan desaparecido sus razones económicas. .

No hay comentarios: